Mi padre, que se llamaba Domingo como yo, -o más bien yo como él-; como mi abuelo, bisabuelo y creo que tatarabuelo… siempre trabajó en el Banco de Madrid, -que no sé si actualmente sigue existiendo. Dentro del mismo, se encargaba del aprovisionamiento de material para todo el personal.
En un tiempo en que no existían los ordenadores, todo el mundo escribía con lápices y bolígrafos, en cuadernos o formularios que había que diseñar y realizar. Yo me iba muchas tardes con él “a trabajar” y, mientras que yo hacia los deberes, el repartía los materiales, o bien trabajaba con las imprentas para hacer las tarjetas, libretas, chequeras, etc…
A veces me dejaba acompañarle al almacén para hacer los pedidos, donde casi siempre me llevaba alguna bronca debido a que se me olvidaba algo que poner; él era tremendamente meticuloso con el contenido de cada pedido y, además, solamente él podía añadir algún extra. Y eso –precisamente- era lo que más me fascinaba de todo; se sabía los gustos de todo el mundo. En el banco eran casi dos mil personas, pero lo más espectacular es que sabía también los gustos de sus mujeres e hijos; por eso, a cada pedido de un director o de un empleado, siempre añadía algún detalle que les sacaba una sonrisa.
Además, casi siempre le pedían algún favor extra, como tarjetas de visita particulares, agendas para amigos, calendarios del banco, o bolígrafos.
Sin embargo, lo más importante de esas “tardes de trabajo”, era ver como mi padre, que era un hombre sin estudios, tenía la psicología de saber escuchar a todas las personas que iban a hacerle sus pedidos, las historias que le contaban. La gente se abría con el como si se tratara de un medico, le contaban sus penas, sus quejas, sus miedos… Incluso recuerdo alguno contándole infidelidades. Algunas noches, regresábamos bastante más tarde las once de la noche porque habíamos estado escuchando algunas de esas historias, con la consabida bronca de mi madre al llegar a casa; ya que ella, desgraciadamente, no tenía nada de psicología.
Cuando mi padre murió, yo tenía diecisiete años; estaba empezando a estudiar informática, lo cual a él no le gustaba, ya que su sueño –curiosamente- era que fuese torero. Evidentemente, no ocurrió así; afortunadamente para mí.
Todo esto pasó un viernes. El lunes siguiente yo empezaba los exámenes. Unos amigos fueron a buscarme para decírmelo, de manera que no fuera tan grande el impacto, al llegar a mi casa. Cuando nos acercábamos a mi casa, -junto a la plaza de Cascorro, en pleno Rastro madrileño-, ya había gente por el camino dándome besos y abrazos; fue un día muy duro para mi. El sábado falleció y, durante todo el día, estuvieron llegando familiares y un montón de personas desconocidas que se paraban conmigo y me contaban cómo mi padre les había ayudado alguna vez. Algunas personas las reconocí de aquel almacén del Banco.
El domingo estábamos preocupados porque era el entierro y había Rastro. Sin embargo, a las doce de la mañana todos los puestos que hay desde la calle Toledo hasta la puerta de donde vivíamos, cerraron antes para que pudieran recoger a mi padre y llevarle al cementerio. La mayoría de ellos eran gitanos, que también conocían a mi padre, porque alguna vez les había ayudado a poner en marcha sus puestos. Mi padre nunca me había hablado de ellos, y nunca me lo hubiera imaginado; ya que en aquella época –desgraciadamente-, la xenofobia era todavía más fuerte que la que hoy en día. Desgraciadamente, todavía existe.
Al llegar a Arganda, lugar donde esta enterrado, nos encontramos con cientos de personas que habían acudido a darle el ultimo adiós. El ayuntamiento tuvo que llamar a la Guardia Civil, dado el volumen de coches que había, y que bloquearon prácticamente el pueblo.
Yo hablé con alguno de ellos. Sin conocerlos, daba la impresión que en algún momento, mi padre, había tocado la vida de cada una de las personas que estaba allí: un buen consejo, una llamada de teléfono oportuna, un préstamo, dinero de su bolsillo… alguna cosa… lo que fuese.
Lo que aprendí entonces, y que procuro mantener hoy en día, fue el poder de la amabilidad y la decencia. No significa que no me lo hubieran enseñado en casa o en el colegio, pero fue como si me hicieran un pase privado en “Technicolor avanzando”.
De forma natural y sincera, mi padre supo “estar ahí” para su comunidad y fuera de ella; y una gran marea de personas, algunas de las cuales vinieron de fuera de Madrid, quisieron agradecérselo una última vez. Si no hay en esto un mensaje claro, y un consejo derivado, no sé donde podría buscarlo.
Para hacerlo más evidente todavía: ¿Qué nota sacaríamos nosotros, en el gran examen de “estar ahí”?.
Es la pregunta vital más importante y la pregunta más importante para el éxito en la carrera profesional. La regla de hoy se la copiaré a Dale Carnegie de su famoso libro: “Cómo ganar amigos e influir en las personas”.
Regla nº39:”Hará más amigos en dos meses -si se interesa por sus asuntos-, que en dos años intentando que se interesen por usted””.
Joder domingo me has dejado sin palabras, sinceramente no se que decir. Muchas gracias por tu transparencia y por contar esto tan bonito y tan intimo que a mi personalmente me saca los colores ya que llevo mucho tiempo pensando solo en lo mio.
Gracias tio
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Gracias tio
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Gracias tio
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Gracias tio
Gracias Domingo por tu post y por estar ahi. Tienes un 10. Un beso
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Preciosa herencia te han dejado. Muchas gracias por compartirla y, sobre todo, por ponerla en practica a diario y estar ahí.
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Una preciosa enseñanza de vida. Dicen que la generosidad es la inversión más rentable que hay, aunque a veces tarda en dar los dividendos.
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Gracias Domingo por compartir con nosotros esta vivencia que creo que nos puede ayudar más en el desarrollo de nuestra labor que cualquier proceso, metodología o norma. Gracias!!
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